En el planeta hay cerca de 50 millones de kilómetros cuadrados de tierras agrícolas, según el Banco Mundial, lo que representa más de un tercio de la superficie total en el mundo. Desafortunadamente, no todo este área se gestiona, ni mucho menos, mediante métodos de cultivo sostenibles. Para que la agricultura sea considerada sostenible necesita, como cualquier otra actividad, que dicha sostenibilidad se desarrolle desde las tres patas posibles: económica, ambiental y social.
Se trata de trabajar la tierra con el objetivo de obtener un rendimiento económico que permita la subsistencia de quienes se dedican a ello, una rentabilidad digna y proporcional al trabajo desempeñado. Todo ello, en armonía con su entorno, respetando los recursos naturales disponibles para llevar a cabo sus tareas, de forma que la producción de alimentos garantice la continuidad de los mismos y no los ponga en peligro o los acabe destruyendo.
En definitiva, la agricultura sostenible debe producir más con menos recursos para poder afrontar los desafíos a los que se enfrenta la Humanidad: el crecimiento progresivo de la población y la necesidad de alimentos sin que ello amenace, como viene ocurriendo desde el ‘boom’ de la Revolución Verde, la sostenibilidad del planeta: la tierra y el agua son recursos finitos y, por lo tanto, susceptibles de verse esquilmados por un mal uso y gestión por parte del ser humano. En paralelo, muchos de los modelos agrícolas que se emplean en el mundo llevan años poniendo en jaque la sostenibilidad del propio planeta, contribuyendo a incrementar los efectos del cambio climático y acelerando un proceso autodestructivo que, de no corregirse, está llamado a convertirse en irreversible.
La gestión de los cultivos, por lo tanto, no sólo tiene que ver con el uso que se haga de la tierra y el agua para su riego. Aun siendo los principales factores sobre el tablero, hay muchos otros actores secundarios que entran en juego. El uso masivo y descontrolado de fertilizantes y pesticidas de síntesis química supone un peligro para la fertilidad y salubridad de los suelos, además de un factor de contaminación para las aguas subterráneas, así como para la flora y fauna que convive con las zonas tratadas con estos productos, si se utilizan de forma masiva, llegando incluso a afectar a la población humana con enfermedades crónicas muy graves, tal y como viene advirtiendo la Organización Mundial de la Salud desde hace décadas.
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Datos preocupantes
En China, el mayor consumidor del mundo de fertilizantes nitrogenados, casi la mitad del nitrógeno aplicado se pierde por volatilización, y de un 5 a un 10% más por infiltración, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Insecticidas, herbicidas y fungicidas también se aplican intensamente en muchos países, tanto desarrollados como en desarrollo, lo que provoca la contaminación del agua dulce con compuestos carcinógenos y otros venenos que afectan al ser humano y a muchas formas de vida silvestre.
Los plaguicidas también reducen la biodiversidad, ya que destruyen hierbas e insectos y con ellos, las especies que sirven de alimento a pájaros y otros animales. Además, el uso de plaguicidas se ha incrementado considerablemente durante los últimos 35 años, alcanzando tasas de crecimiento de entre el 4 y el 5% en algunas regiones del planeta. Aunque en los años noventa se apreció una disminución del uso de insecticidas, principalmente, en países desarrollados, entre ellos, Francia, Alemania y el Reino Unido, así como en otros en desarrollo, como la India, su uso ha seguido aumentando en la mayoría de los países.
Para contrarrestar estos efectos perniciosos y poder darle la vuelta a la tortilla, la agricultura cuenta con numerosas herramientas que favorecen la sostenibilidad de los cultivos, así como de su entorno, contribuyendo a mejorar la situación en su conjunto cuanto más extensivo se haga su uso. Entre ellas, destacan una serie de prácticas que deben tenerse en cuenta como si se tratasen de ‘los diez mandamientos del agricultor’ (aunque en este caso no coincida el número).
Llevar a cabo una fertilización equilibrada, un manejo adecuado de los estiércoles y la materia orgánica, aplicar rotaciones y mejorar el riego, todo ello, con el objetivo de contribuir a dotar de una mayor salud de los suelos. Además, existen prácticas agroecológicas como el uso del control biológico de plagas, que redundan en la reducción del uso de productos químicos y refuerzan los mecanismos naturales de protección de las plantas, frente al aumento de las resistencias por el abuso de pesticidas.
No hay que olvidar que la tecnología, al servicio del campo, es otra aliada en este sentido. La agricultura de precisión puede contribuir a la sostenibilidad agrícola a través del big data, el blockchain, la inteligencia artificial, los drones, el fertirriego automatizado y monitorizado, las imágenes obtenidas por satélite, así como el diseño de un packaging más sotenible y respetuoso con el medioambiente. De esta forma, ayuda a la toma de decisiones de forma óptima, además de a reducir tanto la huella hídrica como la de carbono.
Modelos reconocidos de cultivo sostenible
Además de las diferentes medidas para contribuir a una agricultura más sostenible, existen modelos que ya de por sí llevan la sostenibilidad impresa en su ADN. El más conocido es la agricultura ecológica, que basa su estrategia en prácticas de cultivo que buscan preservar la biodiversidad del suelo y prevenir su erosión.
Agricultura biodinámica
La agricultura biodinámica, menos extendida pero cada vez más en auge entre productores y consumidores, respeta el funcionamiento natural de los ecosistemas productivos en lo relativo a la interacción entre vegetales, suelo, nutrientes, microorganismos y animales, teniendo en cuenta, además, las relaciones energéticas entre todos estos elementos y el cosmos.
La producción biodinámica se identifica mediante sello Demeter, que certifica que el modelo empleado ha cumplido el reglamento europeo de la agricultura ecológica y las normas específicas de la biodinámica, tanto en los cultivos como en la producción alimentaria. La certificación está gestionada por una asociación privada de organizaciones de 35 países de todo el mundo, que representan a unos 3.000 productores.
Producción integrada
Otro modelo sostenible es la producción integrada, que surgió en los años noventa, a raíz de los riesgos acumulados para la sostenibilidad productiva tras tantos años de agricultura convencional. Su estrategia se basa en la combinación del uso de métodos de lucha biológica para el control de plagas y enfermedades, junto con el uso de técnicas tradicionales, basadas en la utilización de productos de síntesis química.
Permacultura
Por último, la permacultura se considera otro sistema de agricultura sostenible. Su origen australiano, debido a las abundantes y fértiles interconexiones en el ecosistema de una selva. Consiste en amoldarse al máximo a la naturaleza, tal como lo han hecho las culturas indígenas de este continente con éxito durante siglos, entendiendo que así se obtendrán los sistemas más eficientes, eficaces y sostenibles. En este caso, no existe sello alguno para identificar los alimentos producidos bajo este método, por lo que es más conocida para su desarrollo en huertos domésticos o fincas de pequeño tamaño.
Fuentes bibliográficas y documentales:
https://datos.bancomundial.org/
http://www.fao.org/sustainable-development-goals/overview/fao-and-post-2015/sustainable-agriculture/es/
https://opcions.org/es/consumo/modelos-agricultura-sostenible/